jueves, 26 de marzo de 2009

Contra un cristianismo manco


Queridos amigos, el artículo La universalidad de la Iglesia supone un Papa con mentalidad universal, que no abandonde sus raíces, tiene -por así decirlo- una segunda parte, que apareció en mi blog ante-ante-anterior y copio aquí ahora:

El artículo original del 2005 Sobre la universalidad de la Iglesia: contra un cristianismo manco

Agradezco enormemente a Joaquín García-Huidobro quien -a propósito de mi envío del día 2 de mayo- ha tenido la amabilidad de facilitarme el capítulo correspondiente de su libro Una locura bastante razonable (ISBN 956-13-1830-X), para que aparezca en este blog. Recomiendo a mis lectores esta excelente obra.

El autor ha sido becario del DAAD, Deutscher Akademischer Austausch Dienst o Servicio alemán de intercambio académico y de la Fundación Alexander von Humboldt y ha realizado estudios de postdoctorado y trabajado en investigación en la Universidad de Münster. Además, me consta que ha pasado varias temporadas en Alemania y que entiende perfectamente a este país.

Un cristianismo manco

Joaquín García-Huidobro

Hace unos años, conversaba en una terraza romana con un par de profesores españoles e italianos que habían asistido a un congreso de filosofía. En el curso del diálogo, uno de ellos señaló, como la cosa más natural del mundo, que la mayoría de los santos eran españoles, franceses o italianos. Es decir, que pertenecían al llamado mundo latino. No me resulta fácil indignarme, pero debo reconocer que en esa oportunidad lo conseguí en un instante. ¿Y dónde estaban Bonifacio, Wilibrordo, Kolbe, Óscar, Patricio, Fisher, Alberto Magno, Cirilio y Metodio, Úrsula, Brígida, Casimiro, Beckett, Moro y tantos otros santos de la Europa no latina, sin mencionar siquiera a la nube de santos que vienen del Oriente? El comentario de ese profesor no era casual: de hecho, muchos católico-romanos viven en la más completa ignorancia de esa parte de la Iglesia que ha sido y es el mundo germano, el sajón, el escandinavo. Tuvo que llegar un Papa polaco para que descubrieran que los eslavos eran importantes.

Con todo, ese comentario poco feliz expresa, indirectamente, una verdad. Porque, de hecho, en los últimos cinco siglos el cristianismo católico ha tendido a revestirse de formas latinas, ¡una Iglesia que es universal! Se piensa o al menos se actúa como si el modelo de la religión fuera San Genaro y su célebre sangre, que se licua todos los años, o la Macarena y demás manifestaciones de la Semana Santa sevillana. El resto a lo mejor se salva, pero siempre como algo exótico y periférico, que no ha captado la esencia de la santa e inviolable fe católica.

Quizá no sea políticamente muy correcto, pero hay que reconocer que la Reforma fue una gran tragedia, en la que todos sufrieron. Lo reconoce el propio Novalis —un protestante— cuando en su obra La cristiandad o Europa añora con nostalgia la época en que el Viejo Continente todavía estaba unido por la misma fe. Con la ruptura del siglo XVI, la Iglesia Católica quedó, de hecho, privada de una gran riqueza: la forma de vivir la fe de los pueblos del norte. Aquí todos perdieron, pues al cabo de unos siglos la secularización terminó por barrer lo que en una época fue una fuerte religiosidad en países como Suecia, Noruega, Dinamarca, y también en Inglaterra y parte de Alemania. Además, como enseña Pannenberg, un importante teólogo luterano, la existencia de distintas confesiones cristianas expresa no el triunfo, sino el fracaso de la Reforma; ya que los reformadores buscaron de algún modo una renovación de toda la Iglesia, y no la constitución de una especie de “cristiandad paralela” (1).

Es difícil definir qué elementos son los más propios de ese mundo y que nosotros, los “latinos”, hemos tendido a descuidar. El primero es el aprecio por la liturgia. Una liturgia sobria y solemne, acompañada por una música de calidad. El suyo es un cristianismo de carácter contemplativo, que no se deja llevar por la “prisa litúrgica” que caracteriza a muchos católicos del sur. La suya es una fe que pronuncia las palabras con cuidado y atiende a lo que dicen. En ese cristianismo, la Biblia es importante, mientras que en el nuestro es una gran desconocida: he aquí el segundo de sus rasgos. Recuerdo a una tía mayor, que había recibido una formación liberal en lo ideológico y rigorista en todo lo demás. Con una ingenua seguridad afirmaba que la lectura de las Escrituras era peligrosa. Sin embargo, entre sus libros no faltaba la Vida de Cristo de Renan, prototipo de la heterodoxia. Se ufanaba de tener ese libro porque estaba en el Índice de los libros prohibidos por la Iglesia. Cuánta razón tenía Tomás Moro cuando imploraba a los obispos que, ante el avance del protestantismo, no dudaran en poner la Biblia al alcance del pueblo, junto con darle la formación necesaria para entenderla bien. Por no correr riesgos dejaron a los cristianos en la ignorancia, en un cómodo segundo plano, que terminó en casos como el de mi buena tía.

Un tercer rasgo es el aprecio por el trabajo. Sobre esto se ha escrito mucho, baste sólo recalcar que esa consideración positiva del trabajo incluye el trabajo manual y el comercio, cosa que era incomprensible en el mundo del Quijote. Una persona tan lúcida como el historiador Jaime Eyzaguirre hace una dura comparación entre el gentleman y el hidalgo, mostrando la superioridad de éste. Sin embargo, cuando se leen atentamente esas páginas de la Fisonomía histórica de Chile, cabe apreciar en ellas una dosis importante de esa incomprensión latina por el mundo del norte. El hidalgo no es superior al gentleman, aunque tampoco inferior, como piensan los que se sienten acomplejados de nuestra herencia hispánica. Es simplemente distinto.

Un cuarto rasgo propio de ese mundo, es el aprecio por la teología, más en Alemania que en los países anglosajones. De todas formas, en uno y otro caso, los cristianos del norte saben que la teología no es sólo cosa de curas, sino una parte fundamental de la cultura. Por eso está presente en todas las Universidades, partiendo por las del Estado. Las ventajas para la teología misma son enormes, por cuanto la presencia en el medio universitario exige el rigor y facilita el diálogo y la atención por las ciencias particulares. Naturalmente, la desventaja que tiene es que cuando la teología entra en crisis afecta muy pronto a todo el pueblo cristiano, cosa que no ocurre en el mundo latino, donde con frecuencia el pueblo ha sido protegido por una bendita ignorancia. Como dice Gómez Dávila, tenemos una defensa muy eficaz contra los disparates de ciertos clérigos: dormirnos en los sermones.

Por último, otra de las características de los cristianos de estos países es la vitalidad de sus asociaciones. En algún caso esta vitalidad ha sido acompañada por una confianza excesiva en las estructuras organizativas, pero nuevamente estamos en presencia de la desviación de algo que en sí mismo es bueno. Nosotros, en cambio, heredamos de nuestros antepasados españoles un individualismo radical.

Los latinos no pueden dejar de admirar todas estas virtudes, aunque muchas veces se rían de estos pueblos, señalando que sus miembros son “cuadrados”, aludiendo a una supuesta falta de flexibilidad. Puede que suizos o alemanes sean cuadrados, pero eso no significa que nosotros no tengamos alguna otra forma “geométrica”. El genio latino tiene muchas cosas grandes, pero una notable limitación: la de creer que su forma de pensar está libre de supuestos. Creer que los que piensan distinto son cuadrados, pero que no sea ni redondo, ni oblongo, ni triangular, es una gran ingenuidad. Una ingenuidad grande y mala.

Al señalar algunas notas del catolicismo del norte no se pretende hacer una apología del mismo, sino poner de relieve lo mucho que todos hemos perdido con la ruptura que siguió a la Reforma. Aunque en el plano doctrinal ella no restó un ápice a la universalidad de la Iglesia, no cabe duda de que en los hechos sí lo hizo. Juan Pablo II ha realizado notables esfuerzos por internacionalizar la curia romana. De nuevo no se trata de un empeño relevante en el plano de la vocación universal de la Iglesia, pero sí lo es en el terreno de los hechos. No es igual la acción y percepción de los organismos centrales de la Iglesia, cuando éstos están compuestos exclusivamente por italianos, franceses y españoles, que cuando en ellos hay, junto con otras naciones, suecos, austríacos, alemanes y norteamericanos.

Es difícil saber qué bien sacará Dios de la división que hace siglos aqueja a los cristianos. Juan Pablo II ha señalado que la unión ecuménica, cuando se produzca, permitirá enriquecer la Iglesia con aportes provenientes de distintas tradiciones. Esos aportes no serán algo absolutamente nuevo. En la medida en que sean buenos y verdaderos, habrán estado presentes en la universalidad que de derecho corresponde a la Iglesia católica; aunque serán muy importantes en el campo de los hechos, en esa historia donde la Iglesia vive y actúa.

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(1) Cfr. W. Pannenberg, “Reforma y unidad de la Iglesia”, en: íd., Ética y Eclesiología, Sígueme, Salamanca, 1986, 182.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Quita, quita... Donde esté un buen santo latino, con sus estigmas y sus levitaciones, déjate de sabios como mi tocayo bávaro... ¡Que inventen ellos! ;)

Interesante artículo :)

Alberto Tarifa Valentín-Gamazo dijo...

¡Magnífico! Basta pensar en Bach, un protestante al que si hiciéramos más caso en la tierra meridiana, nos libraríamos de la invasión de esas cancioncillas de ir de excursión que invaden nuestras Misas...

Marta Salazar dijo...

ja ja! gracias Albert!

gracias Alberto ;)

a mí me gustan mucho, eso sí, las canciones modernas que también tocan en Alemania (sobre todo ahora que en Godesberg, está de moda la música del Sr. de los Anillos, de Harry Potter y de Cat Stevens o Yusuf, como se llama ahora),

lo que no me gusta es la música de los '60 :( es que es tan pasada de moda!

Hay que tener un corazón grande y no olvidar que "Europa respira con dos pulmones" :)

Un abrazo a mis dos queridos amigos!