sábado, 25 de febrero de 2012

La I Guerra, una especie de Olimpiada...

Joachim Bauer, dice en su libro "Schmerzgrenze: Vom Ursprung alltäglicher und globaler Gewalt" (acerca del origen de la violencia en la vida cotidiana y en el mundo entero), que la I Guerra había sido recibida, en los países participantes, como una suerte de Olimpiada (p. 13). (Ver La guerra de las "razas").

Esto me hizo recordar lo que Stefan Zweig cuenta acerca del inicio de la Guerra en Viena... La traducción es mía y es libre. Los puntos suspensivos indican que me salté algunos párrafos;)

La víspera del 29 de junio, "Pedro y Pablo", día festivo en la católica Austria, Viena estaba lleno de visitantes, que, en ropa de verano, alegres y despreocupados, escuchaban la música en el Kurpark. Era un día templado, no había una nube en el cielo, sobre los grandes castanos de las amplias avenidas. Era un día para ser feliz. Faltaba poco para las vacaciones.

Nuestro autor leía, de Mereschowskij, "Tolstoi y Dostojeweski". Mientras leía, escuchaba, a lo lejos, la música procedente del Kurpark que cesó de pronto. El gentío que paseaba en el Kurpark pronto cambió el ritmo de su paseo... Debería haber pasado algo, pensé Zweig, quien alcanzó a ver como los músicos abandonaban el pabellón, lo que era inusual, ya que un concierto duraba una hora o más. Algo debía haber ocurrido...

De pronto, el gentío comenzó a reunirse, alterado, en pequenos grupos improvisados. La gente se acercaba al pabellón musical para leer alguna comunicación que habían pegado allí... se trataba de la comunicación de la muerte de Franz Ferdinand y su senora... pp. 249-259).

Al día siguiente, los diarios traían la noticia. Nada hacía pensar que el atentado traería como consecuencia, una acción contra Serbia (p. 251).

Zweig estaba en Ostende (Flandes), en un café con amigos belgas (alojaba en la casa de su admirado y admirable poeta Émile Verhaeren, después de pasar la tarde con James Ensor) (p. 254). Zweig les dijo que todo la palabrería de la guerra no tenía sentido, que él se colgaría del poste de la luz si los alemanes marchaban sobre Bélgica... (p. 256). A fines de julio, en un tren hacia Herbestahl (primera estación en Alemania), vió las primeras tropas alemanas por la ventana del tren... (pp. 256 y 257).

Al día siguiente, ya estaba en Austria. En cada estación, colgaban los anuncios que llamaban a la movilización general. Los trenes se llenaban de jóvenes reclutas, ondeaban las banderas y se escuchaba el bramido de la música. "Encontré toda la ciudad de Viena ahogada en el frenesí". Al temor primero ante la guerra que nadie había querido (ni el pueblo, ni el gobierno, ni los diplomáticos... (p. 257), había dado lugar a un reprentino entusiasmo.

En las calles se formaban grupos y flameaban banderas, bandas y música por todas partes. Los jóvenes reclutas marchaban hacia el triunfo. Sus rostros iluminados, por los gritos de júbilo que les lanzaban, a ellos, al pequeno hombre común, al que, de ordinario, nadie hacía caso, ni festejaba.

En honor a la verdad, tengo que reconocer que este despertar de las masas hay algo grandioso, arrebatador e incluso seductor/tentador, del que era muy difícil sustraerse.

Y pese a todo mi odio y desprecio hacia la guerra, no me gustaría de mi memoria estos días. Miles y cientos de miles sentían, en ese momento lo que nunca antes habían sentido en tiempos de paz: que ellos tenían algo en común, el sentido de la pertenencia, que pertenecían al mismo grupo... Una ciudad de dos millones, un país de casi 50 millones sentían, en ese momento que vivirían, protagonizarían la historia... Todas las diferencias de estado, de lenguas, de clase, de religión estaban demás en ese momento de intenso fluir del sentimiento de hermandad. Desconocidos se hablaban en la calle. Personas que, durante mucho tiempo se habían evitado se daban la mano. En todas partes se veían rostros vivos. Cada uno sufría una elevación del yo. No era más el hombre aislado que había sido; estaba dentro de una masa, era un pueblo y su persona -por muy insignificante que hubiese sido- tenía un sentido. El pequeno funcionario de correos -que todo el día sorteaba cartas-, el zapatero, había recibido, de pronto, la posibilidad romántica de su vida (p. 258): él podría convertirse en un héroe. Cada uno de los que vestían un uniforme era aclamado por las mujeres... Reconocían el poder desconocido que se levantaba más allá de su diario vivir (p. 259).

Podría seguir, pero creo que esto es suficiente para describir el ánimo con que la masa popular (y también la elite) se lanzó a la Primera Guerra... Probablemente, fue así en TODA Europa.

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